sábado, 15 de agosto de 2015

Los paradores de ruta, testigos de un tiempo que iba más despacio


Días pasados, camino a Villa Gesell, mis hijos me preguntaron qué eran esos edificios en ruinas que se ven, de tanto en tanto, sobre la ruta 2. ¨Paradores”, les dije. ”Viejos paradores”. 

Me preguntaron si eran como los *paradores* de la playa, y mi mujer y yo no pudimos evitar sonreír. Para mis hijos, un *parador* está edificado a orillas del mar, sirve jugos y licuados y suelta, a máximo volumen, todos y cada uno de los hits del verano.

Cuando yo era chico, las vacaciones empezaban de noche, en una calle de Morón, con la familia en pleno rodeada de valijas y escrudiñando a la distancia. Apenas divisábamos en la lejanía las luces de colores del ómnibus, su porte de gigante, el letrero iluminado de “Villa Gesell” contra el rincón derecho del parabrisas, lo único que queríamos en esta vida era subirnos y correr hasta el asiento con su lucecita roja y su “P” de pasillo o su “V” de ventanilla. El otro alarde tecnológico con que contaban los ómnibus de entonces eran las lamparitas individuales fijadas arriba, contra el portaequipajes. Casi nunca funcionaban, o estaban tan sucias que arrojaban un haz de luz mínimo, amarillo, polvoriento que no servía para ver nada.

Aunque a los jóvenes de hoy pueda parecerles inverosímil, esos ómnibus no tenían baños ni televisor ni aire acondicionado. No tenían azafatas ni ofrecían cena ni alfajores ni jugo de naranja ni café. Y las butacas eran estrechas y apenas se reclinaban unos cuantos centímetros a la hora de echarse a descansar. Cuando el micro dejaba atrás el Camino de Cintura, y ganaba velocidad y las únicas luces eran las que barrían el interior del micro desde la mano contraria, uno podía considerarse, oficialmente, en viaje de vacaciones.

En general yo me sentaba junto a mi hermana y desobedecíamos con naturalidad la orden de dormirnos. Mejor charlar, de bueyes perdidos o de las chicas que me gustaban en la escuela, darme vuelta de tanto en tanto para ver allí atrás, unas cuantas filas hacia el fondo, la brasa anaranjada del perpetuo cigarrillo de mi padre. Porque claro, en esos años a casi nadie se le ocurría que fumar hiciese daño, o que pudiese estar prohibido en algún lado.

Después de un par de horas de ruta, el micro aminoraba la velocidad y se adentraba a los tumbos por una salida de tierra o cascote. Se detenía con un bufido de bestia grandiosa y uno de los choferes anunciaba: “Parada, quince minutos”.

Y ahí estaba el *parador*. Un edificio bajo, de ventanas grandes, con mesas de fórmica y sillas de metal negro, que ofrecía baños y –a esa hora de la madrugada, algún tentempié. Al bajar uno debía tener la precaución de mirar el número de interno del ómnibus, porque todos los micros de la empresa se detenían en el mismo parador y entonces, a los costados del nuestro, siempre teníamos otros tres o cuatro casi idénticos.

O no había demasiado apuro, o de todas maneras había que darle tiempo a la lenta espera de las damas frente a la puerta del sanitario. Lo cierto es que a los varones nos sobraba un rato como para comprar un pebete de jamón y queso (que el vendedor extraía de una pirámide protegida bajo una pesada campana de vidrio) o para alejarnos un poco del playón de los ómnibus y de las nubes de bichos alrededor de las luces, y contemplar más estrellas de las que a uno le cabían en los ojos.

Al volver a subir, y mientras el micro se bamboleaba de nuevo hacía el asfalto, el chofer avanzaba por el pasillo contando a los pasajeros, por si algún caído del catre se había trepado al coche equivocado. Y entonces sí, con la panza llena y el corazón contento, uno podía permitirse dormir un rato. Pero nada de exagerar, porque había una segunda parada, y después la creciente claridad de la línea del horizonte, y el sol rojo asomando en el campo, y la vida entera para ser felices.

Cada cosa tiene su tiempo. E inventos tales como los baños en los micros, y la mayor autonomía de combustible y aire acondicionado de los autos hacen innecesario que uno detenga en plena ruta una, dos, tres veces, a acomodar el cuerpo y la fatiga. Será por eso que hoy la mayoría de los paradores de la ruta 2 son esas ruinas, ese pantallazo fugaz de vidrios rotos, techos vencidos y paredes escritas con aerosol, que dejamos atrás a medida que devoramos kilómetros hacia la costa. Gigantes vencidos que no alcanzaron a advertir, con tiempo para adaptarse, que los autos se hacían más veloces. Y la vida también.

Eduardo Sacheri,
Escritor y licenciado en Historia, argentino.


Fuente: Revista VIVA
https://lalectoraprovisoria.wordpress.com

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